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El cura de Ars: Sobre las lágrimas de Jesucristo

Sermones de San Juan Bta. Maria Vianney
Domingo noveno después de Pentecostés.


Videns Iesus civitatem, flevit super illam.
Jesús, al ver la ciudad, lloró sobre ella.
(S. Lucas, XIX, 41.)

 
Al entrar Jesucristo en la ciudad de Jerusalen, lloró sobre ella, diciendo: «Si conocieses, al menos, las gracias que vengo a ofrecerte y quisieses aprovecharte de ellas, podrías recibir aún el perdón; más la ceguera ha llegado a un tal exceso, que todas éstas gracias sólo van a servirte para endurecerte y precipitar tu desgracia; has asesinado a los profetas y dado muerte a los hijos de Dios; ahora vas a poner el colmo en aquellas crímenes dando muerte al mismo Hijo de Dios». Ved lo que hacia derramar tan abundantes lágrimas a Jesucristo al acercarse a la ciudad. En media de aquellas abominaciones, presentía la perdida de muchas almas incomparablemente más culpables que los judíos, ya que iban a ser machos más favorecidos que ellos lo fueron en cuanto a gracias espirituales. Lo que más vivamente le conmovió fue que, a pesar de los méritos de su pasión y muerte, con los cuales se podrían rescatar mil mundos mucho mayores que el que habitamos, la mayor parte de los hombres iban a perderse. Jesús veía ya de antemano a todos los que en los siglos venideros despreciarían sus gracias, o sólo se servirían de ellas para su desdicha. ¿Quién, de los que aspiran a conservar su alma digna del cielo, no temblara al considerar esto? ¿Seremos por ventura del número de aquellos infelices? ¿Se refería a nosotros Jesucristo, cuando dijo llorando: si mi muerte y mi sangre no sirven para vuestra salvación, a lo menos ellas encenderán la ira de mi Padre, que caerá sobre vosotros por toda una eternidad? ¡Un Dios vendido! ¡Un alma reprobada! ¡Un cielo rechazado!

¿Será posible que nos mostremos insensibles a tanta desdicha ? ¿Será posible que, a pesar de cuanto ha hecho Jesucristo para salvar nuestras almas, nos mostremos nosotros tan indiferentes ante el peligro de perderlas? Para sacaros de una tal insensibilidad, voy a mostraros: 1.° Lo que sea un alma; 2.° Lo que ella cuesta a Jesucristo; y 3:° Lo que hace el demonio para perderla.


1.-Si acertáramos a conocer el valor de nuestra alma, ¿con qué cuidado la conservaríamos? ¡Jamás lo comprenderemos bastante! Querer mostraros el gran valor de un alma, es imposible a un mortal; sólo Dios conoce todas las bellezas y perfecciones con que ha adornado a un alma. Únicamente os diré que todo cuanto ha creado Dios: el cielo, la tierra y todo lo que contienen, todas esas maravillas han sido creadas para el alma. El catecismo nos da la mejor prueba posible de la grandeza de nuestra alma.

Cuando preguntamos a un niño: ¿que quiere decir que el alma humana ha sido creada a imagen de Dios? Esto significa, responde el niño, que el alma, cómo Dios, tiene la facultad de conocer, amar, y determinarse libremente en todas sus acciones. Ved aquí el mayor elogio de las cualidades con que Dios ha hermoseado nuestra alma, creada por las tres Personas de la. Santísima Trinidad, a su imagen y semejanza. Un espíritu, como Dios, eterno en lo futuro, capaz, en cuanto es posible a una criatura, de conocer todas las bellezas y perfecciones de Dios; un alma que es objeto de las complacencias de las tres divinas Personas; un alma que puede sacrificar a Dios en todas sus acciones; un alma, cuya ocupación toda será cantar las alabanzas de Dios durante la eternidad; un alma que aparecerá radiante con la felicidad; que del mismo Dios procede; un alma cuyas acciones son tan libres que puede dar su amistad o su amor a quién le plazca; puede amar a Dios o dejar de amarle; más, si tiene la dicha de dirigir su amor hacia Dios, ya no es ella quién obedece a Dios, sino el mismo Dios quién parece complacerse en hacer la voluntad de aquella alma (Ps. CXLIV, 19.). Y hasta podríamos afirmar que, desde el principio del mundo, no hallaremos una sola alma que, habiéndose entregado a Dios sin reserva, Dios le haya denegado nada de lo que ella deseaba. Vemos que Dios nos ha creado infundiéndonos unos deseos tales, que, de lo terreno, nada hay capaz de satisfacerlos. Ofreced a un alma todas las riquezas y todos los tesoros del. mundo; y aún no quedará contenta; habiéndola creado Dios para sí, sólo Él es capaz de llenar sus insaciables deseos. Sí, nuestra alma puede amar a Dios, y ello constituye la mayor de todas las dichas. Amándole, tenemos todos los bienes y placeres que podamos desear en la tierra y en el cielo (Ps. LXXII, 25.). Además, podemos servirle, es decir, glorificarle en cada uno de los actos de nuestra vida. No hay nada, por insignificante que sea, en que no quede Dios glorificado, si lo hacemos con objeto de agradarle. Nuestra ocupación, mientras estamos en la tierra, en nada difiere de la de los Ángeles que están en el cielo: la sola diferencia esta en que nosotros vemos todos los bienes divinales solamente con los ojos de la fe.
Es tan noble nuestra alma, desde su nacimiento esta dotada de tan bellas cualidades, que Dios no la ha querido confiar más que a un príncipe de la corte celestial. Nuestra alma es tan preciosa a los ojos del mismo Dios, que, a pesar de toda su sabiduría, no halló el Señor otro alimento digno de ella que su adorable Cuerpo, del cual quiere hacer su pan cotidiano; ni otra bebida digna de ella que la Sangre preciosa de Jesús. Tenemos un alma a la cual Dios ama tanto, nos dice San Ambrosio, que, aunque fuese sola en el mundo, Dios no habría creído hacer demasiado muriendo por ella; y aún cuando Dios, al crearla, no hubiese hecho también el cielo, habría creado un cielo para ella sola, cómo manifestó un día a Santa Teresa. «Me eres tan agradable, le dijo Jesucristo, que, aunque no existiese el cielo, crearía uno para ti sola». «¡Oh, Cuerpo mío, exclama San Bernardo, cuan dichoso eres al albergar un alma adornada con tan bellas cualidades! ¡Todo un Dios, con ser infinito, hace de ella el objeto de todas sus complacencias!» Si, nuestra alma esta destinada a pasar su eternidad en el mismo seno de Dios. Digámoslo de una vez: nuestra alma es algo tan grande, que sólo Dios la excede. Un día Dios permitió a Santa Catalina ver un alma. La Santa hallola tan hermosa que prorrumpió en estas exclamaciones: «Dios mío, si la fe no me enseñase que existe un sólo Dios, pensaría que es una divinidad, ya no me extraña, Dios mío, ya no me admira que hayáis muerto por un alma tan bella!».

Si, nuestra alma en el porvenir será eterna como el mismo Dios. No vayamos más lejos, uno se pierde en este abismo de grandeza. Atendiendo únicamente a esto, os invito a pensar si deberemos admirarnos de que Dios, perfecto conocedor de su muerte, llorase tan amargamente la perdida de un alma. Y podéis considerar también cual habrá de ser nuestra diligencia por conservar todas sus bellezas. Es tan sensible Dios a la pérdida de un alma, que la lloro antes que tuviese ojos para derramar lágrimas; valiose de los ojos de sus profetas para llorar la perdida de nuestras almas. Bien manifiesto lo hallamos en el profeta Amos. «Habiéndome retirado a la obscuridad, nos dice, considerando la espantosa multitud de crímenes que el pueblo de Dios cometía cada día, viendo que la cólera de Dios estaba a punto de caer sobre él y que el infierno abría sus fauces para tragárselo, los congregue a todos, y temblando de pavor, les dije, en medio de amargas lágrimas: ¡Hijos míos!, ¿sabéis en que me ocupo noche y día? ¡Ay!, me estoy representando vivamente vuestros pecados, en medio de la mayor amargura de mi corazón. Si por fuerza, rendido por la fatiga, llego a adormecerme, al punto vuelvo a despertar sobresaltado, exclamando, con los ojos bañados en lágrimas y el corazón partido de dolor: Dios mío, Dios mío, ¿habrá en Israel algunas almas que no os ofendan. Cuando esta triste y deplorable idea llena mi imaginación, expreso al Señor mis sentimientos, y gimiendo amargamente en su Santa presencia, le digo: ¡Dios mío!, que medio hallare para obtener el perdón de ese pueblo infeliz? Oíd lo que me ha contestado el Señor: Profeta, si quieres alcanzar el perdón de ese pueblo ingrato, ve, corre por las calles y las plazas; haz resonar en ellas los más amargos llantos y gemidos; entra en las tiendas de los comerciantes y artesanos; llégate hasta los lugares donde se administra justicia; sube a la cámara de los grandes y entra en el gabinete de los jueces; di a todos cuántos hallares dentro y fuera de la ciudad: «¡Infelices de vosotros !, ¡infelices de vosotros, que pecasteis contra el Señor!».Aún no hay bastante con esto; buscaras el auxilio de cuántos sean capaces de llorar, para que unan sus lágrimas a las tuyas, sean vuestros gritos y gemidos tan espantosos que llenen de consternación los corazones de los que os oigan, para que así abandonen el pecado y lo lloren hasta la sepultura, y con esto comprendan cuanto me duele la perdida de sus almas».
El profeta Jeremías, va aún más lejos. Para mostrarnos cuan sensible sea a Dios la perdida de un alma, ved lo que nos habla en un momento en que se halla arrebatado por el espíritu del Señor: «¡Dios mío !; Dios mío!, ¿que va a ser de mi?, me habéis encargado la vigilancia de un pueblo rebelde, de una nación ingrata, que no quiere escucharos, ni someterse a vuestros preceptos; ¡ay!, ¿que haré?, ¿que partido tomaré? Ved lo que me ha contestado el Señor: «Para manifestarles cuan sensiblemente conmovido me hallo por la perdida de sus almas, toma tus cabellos, arráncalos de la cabeza, arrójalos lejos de ti, por haberme, el pecado de ese pueblo forzado a abandonarle, por haber entrado ya mi furor en el interior de sus almas». Cuando la cólera del Señor esta inflamada por el pecado que anida en nuestro corazón, sobreviene entonces la peor y más terrible enfermedad. «Pero, Señor, le dijo el Profeta, ¿que podré hacer para desviar de vuestro pueblo las miradas de vuestra ira? -Toma un saco por vestido, dijo el Señor, cubre de ceniza tu cabeza, y llora sin cesar y tan copiosamente, que tu rostro quede bañado en lágrimas; llora amargamente, hasta que los pecados queden anegados en llanto» (Ier., VII, 29.) . ¿Veis cuan sensible sea a Dios la perdida de nuestras almas? Por lo dicho os podéis hacer cargo de la desventura que representa perder un alma a quién Dios ama tanto, cuando, no teniendo aún los ojos corpóreos para llorar su desgracia, pide prestados los de sus profetas. Nos dice el Señor por su profeta Joel.: «¡Llorad la pérdida de las almas, cómo un joven esposo llora la de su esposa, en quién veía cifrada toda su dicha y todo su consuelo!» (Joel, 1, 8.).

Nos dice San Bernardo que hay tres cosas capaces de hacernos llorar; más sólo una es capaz de hacer meritorias nuestras lágrimas, a saber, llorar nuestros pecados o los de nuestros hermanos; todo lo demás son lágrimas profanas, criminales, o a lo menos, infructuosas. Llorar la pérdida de un pleito injusto, o la muerte de un hijo: lágrimas inútiles. Llorar por vernos privados de un placer carnal: lágrimas criminales. Llorar por causa de una larga enfermedad: lágrimas infructuosas e inútiles. Pero llorar la muerte espiritual del alma, el alejamiento de Dios, la perdida del cielo: «¡Oh, lágrimas preciosas, nos dice aquel gran Santo, mas cuán raras sois!, ¿Por qué esto, sino porque no sentís la magnitud de vuestra desgracia, para el tiempo y para la eternidad? ¡Ay! es el temor de aquella pérdida lo que ha despoblado el mundo para llenar los desiertos v los monasterios de tantos cristia­nos penitentes; los tales comprendieron mucho mejor que nosotros que, al perder el alma, todo está perdido, y que ella debía de ser muy preciosa cuando el mismo Dios hacía de la misma tanta estima. Sí, los santos aceptaron tantos sufrimientos, a fin de conservar su alma digna del cielo.
 
II.--Hemos dicho, en segundo lugar, que, para conocer el precio de nuestra alma, no tenemos más que considerar lo que Jesucris­to hizo por ella. ¿Quién de nosotros podrá jamás comprender cuánto ama Dios a nues­tra alma, pues ha hecho por ella todo cuanto es posible a un Dios para procurar la fe­licidad de una criatura?: Para sentirse más obligado a amarla, la quiso crear a su ima­gen y semejanza; a fin de que, contemplán­dola, se contemplase a si mismo. Por eso vemos que da a nuestra alma los nombres más tiernos y más capaces de mostrar el amor hasta el exceso. La llama su hija, su hermana, su amada, su esposa, su única, su paloma (Cant., II, 10; IV, 9; V, 2, etc,). Más no está aun todo aquí: el amor se manifiesta mejor con actos que con palabras. Mirad su diligencia en bajar del cielo para tomar un cuerpo semejante al nuestro; desposándose con nuestra natura­leza, se ha desposado con todas nuestras miserias, excepto el pecado; o mejor, ha que­rido cargar sobre sí toda la justicia que su Padre pedía de nosotros. Mirad su anona­damiento en el misterio de la Encarnación; mirad su pobreza: por nosotros nace en un establo; contemplad las lágrimas que sobre aquellas pajas derrama, llorando de antemano nuestros pecados; mirad la sangre que sale de sus venas bajo el cuchillo de la cir­cuncisión; vedle huyendo a Egipto como un criminal; mirad su humildad, y su sumi­sión a sus padres; miradle en el jardín de los Olivos, gimiendo, orando y derramando lágrimas de sangre; miradle preso, atado y agarrotado, arrojado en tierra, maltratado con los pies y a palos por sus propios hijos; contempladle atado a la columna, cubierto de sangre; su pobre cuerpo ha recibido tantos golpes, la sangre corre con tanta abundan­cia, que sus verdugos quedan cubiertos de ella; mirad la corona de espinas que atra­viesa su santa y sagrada cabeza; miradle con la cruz a cuestas caminando hacia la montaña del Calvario: cada paso, una caída; miradle clavado en la cruz, sobre la cual se ha tendido É1 mismo, sin que de su boca salga la menor palabra de queja. ¡Mirad las lágrimas de amor, que derrama en su agonía, mezclándose con su sangre adorable! ¡Es verdaderamente un amor digno de un Dios todo amor! ¡Con ello nos muestra toda la estima en que tiene a nuestra alma! ¿Bastará todo esto para que comprendamos lo que ella vale, y los cuidados que por ella hemos de tener?

Si una vez en la vida tuviésemos la suerte de penetrarnos bien de la belleza y del valor de nuestra alma, ¿no estaríamos dispuestos, cómo Jesús a sufrir todos los sacrificios por conservarla? ¡Cuan hermosa, cuan preciosa es un alma a los ojos del mismo Dios! ¿Cómo es posible que la tengamos en tan poca estima y la tratemos más duramente que al más vil de los animales? ¿Que ha de pensar el alma conocedora de su belleza y de sus altas cualidades, al verse arrastrada a las torpezas del pecado? ¡Cuando la arrastramos por el fango de los más sucios deleites, sintamos el horror que de sí misma debe concebir un alma que no ve sobre ella otro ser que al mismo Dios! Dios mío, ¿es posible que hagamos tan poco caso de una tal belleza?

Mirad en qué viene a convertirse un alma que tiene la desgracia de caer en pecado. Cuando esta en gracia de Dios la tomábamos por una divinidad; más ¡cuando esta en pecado! El Señor permitió un día a un profeta ver un alma en estado de pecado, y nos dice que parecía el cadáver corrompido de una bestia, después de haber sido arrastrado ocho días por las calles y expuesto a los rigores del sol. Ahora sí que podemos decir con el profeta Jeremías: «Ha caído la gran Babilonia, y se ha convertido en guarida de demonios» (Apoc., XVIII, 2; Ier., 11, 8.). Cuan bella es un alma cuando tiene la dicha de estar en gracia de Dios! Si, ¡solamente Dios puede conocer todo su precio y todo su valor!

Ved también cómo Dios ha instituido una religión para hacerla feliz en este mundo, mientras llega la hora de darle mayor felicidad en la otra vida. ¿ Por que ha instituido los sacramentos? ¿No es, por ventura, para curarla cuando tiene la desgracia de contagiarse con las miasmas del pecado, o bien para fortalecerla en las luchas que debe sostener? ¡Mirad a cuántos ultrajes se ha expuesto Jesús por ella! ¡Cuan a menudo son violados sus preceptor! ¡Cuántas veces son profanados sus sacramentos, cuántos sacrilegios se cometen al recibirlos! Pero no importa; aún conociendo Jesús todos los insultos que debía recibir, por el amor de las almas no pudo contenerse, mejor dicho, Jesucristo amó y ama tanto a nuestra alma, que, si preciso fuera morir segunda vez, gustosa lo haría. Ved cuan diligente se muestra en acudir en nuestro auxilio cuando estamos agobiados por la pena o por la tristeza; mirad los cuidados que se toma en favor de los que le aman; mirad la multitud de santos a quienes Él alimentó milagrosamente. ¡Ah!, si llegásemos a comprender lo que es un alma, lo mucho que Dios la ama, y cuan abundantemente la recompensara durante toda la eternidad, nos portaríamos cómo se portaron los santos: ni las riquezas, ni los placeres, ni la muerte misma serian capaces de hacérnosla vender al demonio. Mirad toda la multitud de mártires, cuántos tormentos arrostraron para no perderla; vedlos subir a los cadalsos y entregarse en manos de los verdugos con una alegría increíble.
Tenemos de ello un admirable ejemplo en la persona de Santa Cristina, virgen y mártir. Esta Santa ilustre era natural de la Toscana. Su padre, que era gobernador, fue su propio verdugo. El motivo de su enojo fue el haber su hija hecho desaparecer todos los ídolos que él adoraba en su propia casa; la joven los hizo añicos para vender el metal y, de su producto, repartir limosnas a los pobres cristianos. Este acto enfureció de tal manera a su padre, que al momento la entrego en manos de los verdugos, los cuales, obedeciendo las ordenes que les dio, la azotaron barbadamente y la atormentaron con crueldad nunca vista. Su pobre cuerpo estaba cubierto de sangre. El padre ordenó que con unos garfios de hierro le desgarrasen sus carnes. Los verdugos llegaron a tanto que dejaron al descubierto muchos huesos de su cuerpo; más el vivo dolor que experimento, lejos de abatir su valor y turbar la paz de su alma, le dio fuerzas para arrancar, sin vacilar, su propia carne y ofrecerla a su padre por si quería comerla. Un gesto tan sorprenderte, en vez de conmover el corazón de aquel padre tan bárbaro, sólo sirvió para encolerizarle más: entonces la hizo encerrar en una cárcel horrorosa, cargada de hierros y cadenas; la lleno de dicterios y maldiciones, y anunciole que se le preparaban nuevos tormentos; más aquella joven santa, que no contaba más de diez años, no se conturbó. Algunos días después, el padre la hizo salir de la prisión y mando atarla a una rueda algo elevada sobre el suelo, la cual fue rociada de aceite por todos sus lados; y debajo de la misma mando el tirano encender una gran hoguera, a fin de que, al dar vueltas la rueda, el cuerpo de aquella inocente criatura sufriese a la vez doble suplicio. Pero un gran milagro impidió que se lograse el efecto: el fuego respetó la pureza de la virgen, no causando ningún daño al cuerpo; antes al contrario, el fuego se revolvía contra los idólatras, y abraso en sus llamas a un considerable número de ellos. Al ver el padre aquellos prodigios, faltóle poco para morir de despecho. No pudiendo aguantar aquella afrenta, y viéndose impotente para llevar a cabo la venganza que intentaba, condujo nuevamente a su hija a la cárcel; mas tampoco allí le faltó auxilio: un ángel bajó al calabozo para consolarla y curar todas sus llagas. El enviado de Dios le comunicó nuevas fuerzas. Habiendo llegado a conocimiento de aquel padre desnaturalizado este nuevo milagro, resolvió ordenar una última tentativa. Mandó al verdugo que atase una piedra al cuello de su hija, y la arrojase al lago. Más Dios, que supo preservarla de las llamas, la libró también de las aguas: el mismo Ángel que la había asistido en la prisión la acompaño sobre el agua y la condujo tranquilamente hasta la orilla, donde la encontraron tan sana como antes de arrojarla al lago. Viendo el padre que todo cuanto ordenaba para hacerla sufrir de nada le servía, murió de rábia. Dión, que fue su sucesor en el gobierno de la ciudad, le sucedió también en fiereza. Creyó deber suyo vengar la muerte de su antecesor, de la cual tenía a la hija por única causante. Inventó mil suertes de tormentos contra aquella virgen inocente; pero el más cruel fue obligarla a acostarse en una especie de cuna llena de aceite hirviendo mezclado con pez. Más la santa joven, a quién Dios se complacía en proteger para confusión de los tiranos, hizo que, con sólo la señal de la cruz, aquella materia perdiese su fuerza. Burlándose la niña, en cierta manera, del fracaso de sus verdugos, les dijo que la habían colocado en aquella cuna cual un niño acabado de bautizar. Aquellos aborrecibles ministros de Satan estaban llenos de indignación al ver que una niña de diez años triunfaba de todos sus esfuerzos; en su furor, aquellos bárbaros infames, olvidando el respeto que debían al pudor y a la modestia de aquella virgen, le cortaron los cabellos; la desnudaron, y, en aquel deplorable estado, la arrastraron a un templo pagano para forzarla a ofrecer incienso al demonio mas, al entrar en el templo, el ídolo cayó hecho añicos, y el tirano quedó muerto de repente. La multitud de idólatras que presenció tan extraordinario hecho se convirtió casi en masa, llegando hasta tres mil los que abrazaron la fe cristiana. Entonces aquella santa niña pasó a manos de un tercer verdugo llamado Justino. Aquel tirano tomó también a pechos el vengar la muerte y el deshonor de su antecesor, agotando todo lo que su rabia pudo inspirarle para atormentar a la niña. Comenzó por mandar que fuese arrojada a un horno ardiendo, a fin de hacerla perecer abrasada; más Nuestro Señor, obrando un nuevo milagro, permitió que las llamas no la dañasen, y la virgen permaneció allí cinco días sin padecer en lo más mínimo. Entonces, viendo los hombres que su malicia resultaba impotente; recurrieron al demonio, valiéndose para ello de un mago que echó en la carcel de la niña gran número de horribles serpientes, pensando que no escaparía a la fuerza del veneno de aquellas bestias; pero aquel diabólico manelo, sólo sirvió para poner de relieve la gloria de la virgen, que triunfó de los animales, como antes triunfara de la rábia de los hombres. Le fue cortada la lengua, mas aun así se expresaba mejor, y cantaba con mayores fuerzas las alabanzas al Dios que adoraba. Finalmente, no sabiendo a que tormento recurrir, mandó al verdugo atarla a un poste en donde su cuerpo fue agujereado a flechazos, hasta que su alma salió del cuerpo para ir a gozar de la presencia de Dios, recompensa que tan bien había sabido merecer. Decidme, ¿comprendía aquella niña la excelencia y valor de su alma? ¿Estaba penetrada de lo que debía hacer por conservarla, a costa de sus bienes, de sus gustos y de su misma vida? ¡Ah!, una vez comprendido lo que vale nuestra alma, la estimación en que Dios la tiene, ¿podremos dejarla perecer cual hacemos ahora? No, no debe ya admirarnos que Jesucristo haya derramado tantas lágrimas por la pérdida de nuestra alma.

Pero, pensareis vosotros, ¿sobre que cosas lloró, pues, Jesucristo? Lloró sobre nuestro orgullo, al ver que sólo nos preocupamos de los honores y de la estimación del mundo, en vez de anonadarnos considerando las grandes humillaciones a que Dios se sometió para nuestro encumbramiento: lloró sobre nuestros odios y venganzas, que contrastan con la manera cómo hobró, al morir por sus enemigos; lloró sobre nuestro infame vicio de la impureza, al ver la deshonra que produce este pecado en el alma, sumiéndola en el más inmundo e infecto lodazal. Jesús lloró sobre todos nuestros pecados, Él quería salvarnos y hacernos felices a todos, Él no quería que almas tan hermosas, criaturas suyas, se perdiesen ni quedasen sumidas en la deshonra y reducidas a la esclavitud del demonio, estando dotadas de tan bellas cualidades, y destinadas a tan excelsa felicidad.
 
 III. Nos dice San Agustín (Serm. CCX, in Quadrag. VI, cap. IV.): «¿Queréis saber lo que vale vuestra alma? Id, preguntádselo al demonio, el os lo dirá. El demonio tiene en tanto a nuestra alma, que, aunque viviésemos cuatro mil años, si después de esos cuatro mil años de tentaciones nos ganase, tendría por muy bien empleado su trabajo». Aquel santo varón que de una manera tan particular había sufrido las tentaciones del demonio, nos dice que nuestra vida es una tentación continuada. El mismo demonio, dijo un día por boca de un poseso que, en tanto hubiese un sólo hombre sobre la tierra, él estaría allí para tentarle. Puesto que, decía, no puedo soportar que los cristianos, después de tantos pecados, puedan aun esperar el cielo que yo perdí de una sola vez, sin poder reconquistarlo jamás.

Pero ¡ay!, sí, lo podemos experimentar en nosotros mismos el hecho de que en casi todos nuestros actos nos hallamos tentados, ya de orgullo, ya de vanidad, ya pensando en la opinión que los demás formarán de nosotros, ya concibiendo celos, odios, deseo de venganza... otras veces el demonio se nos acerca para presentarnos las imágenes más inmundas e impuras. Mirad cómo al orar, agita nuestro espíritu llevándolo de una parte a otra. Y aún más, desde Adán hasta nosotros, no hallareis santo alguno que de una u otra manera no haya sido tentado; y los más grandes santos fueron precisamente los que experimentaron mayores tentaciones. El mismo Jesucristo quiso ser tentado, para darnos a entender que también nosotros lo seríamos: es necesario, pues, atenernos a ello. Si me preguntáis cual es la causa de nuestras tentaciones, os responderé que es la hermosura y el valor de nuestra alma, a la cual el demonio aprecia y apetece tanto, que se conformaría con sufrir dos infiernos, si fuese preciso, con tal de poderla arrastrar a compartir sus penas.
Jamás, pues, dejemos de permanecer en guardia, por terror de que, en el momento menos pensado, el demonio nos engañe. Cuéntanos San Francisco que un día el Señor le hizo ver la manera cómo el demonio tentaba a sus religiosos, sobre todo contra la virtud de la pureza. Vio una multitud de demonios que se entretenían arrojando flechas contra aquellos religiosos; unas retornaban violentamente contra los mismos demonios que las arrojaran: entonces estos huían dando tremendos alaridos; otras, al dar contra aquellos a quienes iban dirigidas, caían a sus pies sin causarles daño alguno; otras penetraban enteras y los atravesaban de parte a parte. Para rechazar las tentaciones; nos dice San Antonio, hemos de servirnos de las mismas armas: así, cuando nos tienta con el orgullo, debemos al momento humillarnos y rebajarnos ante Dios; si quiere tentarnos contra la santa virtud de la pureza, debemos esforzarnos en mortificar el cuerpo y los sentidos, vigilándonos con más diligencia que nunca. Si quiere tentarnos por medio del fastidio en la hora de la oración, deberemos redoblar esta y poner atención más diligente; y cuanto más el demonio nos induzca a dejar las oraciones de costumbre, mayor número de ellas habremos de rezar.

Las tentaciones más temibles son aquellas de las cuales no nos damos cuenta. Refiere San Gregorio que había un religioso que durante algún tiempo fue muy bueno; un día concibió el deseo de salir del monasterio y volver al mundo, diciendo que el Señor le quería fuera de aquel monasterio. El superior le dijo: «Amigo mío, esto es el demonio que se enoja de que logréis salvar el alma; combatid contra él». No dándose el otro por convencido, el superior le dio permiso para marcharse; pero, al salir del monasterio, el santo se puso de rodillas para pedir a Dios que hiciese conocer al pobre religioso que todo aquello no eran sino asechanzas del demonio empeñado en perderle. Apenas puso el pie en el umbral de la puerta para salir, un espantoso dragón se le echo encima.

«¡Socorro, hermanos míos, exclamo, que viene un gran dragón a devorarme!». Los religiosos, al oír aquel ruido, acudieron a ver que sucedía, y hallaron al religioso tendido en tierra casi muerto; le condujeron al monasterio, y entonces el infeliz reconoció verdaderamente que todo aquello eran sólo tentaciones del demonio que moría de rabia al ver que su superior había rogado por él y le impedía ganar aquella alma. ¡Ay!, ¡cuanto hemos de temer que no lleguemos a conocer nuestras tentaciones! Y si no se lo pedimos a Dios, nunca las conoceremos.

¿Que hemos de sacar de todo esto, si no es que nuestra alma es algo muy grande a los ojos del demonio, toda vez que esta tan atento a no dejar perder ocasión de tentarnos, a fin de perdernos y arrastrarnos a compartir su desgracia? Mas si, por una parte, hemos visto como nuestra alma es algo grande, cuanto la ama Dios, cuanto padeció para salvarla, los bienes que le prepara en la otra vida ; y por otra parte, hemos visto todas las astucias y lazos que el demonio nos tiende para perderla, ¿que habremos de pensar de todo esto? ¿Que estima haremos de nuestra alma? ¿Que precauciones tomaremos por ella? ¿Hemos pensado siquiera una vez en su excelencia y en los cuidados que respecto a ella debemos tener?

¿Que hacemos de esa alma que tanto ha costado a Jesucristo? ¡Que es cómo si la tuviésemos únicamente para hacerla desgraciada y causarle sufrimientos! La consideramos menos estimable que los más viles animales; a las bestias que tenemos en la cuadra, les damos de comer; cuidamos muy bien de cerrar las puertas a fin de que los ladrones no nos las roben; cuando están enfermas, acudimos pronto en busca del veterinario para que las cure; a veces hasta nos sentimos conmovidos viéndolas sufrir. Y esto ¿lo hacemos por nuestra alma? ¿Nos preocupamos de alimentarla con la gracia, o mediante la frecuencia de sacramentos? ¿Cuidamos de cerrar las puertas para que los ladrones no nos la roben? ¡Ay!, confesémoslo para nuestra vergüenza, la dejamos perecer de miseria; dejamos que nuestros enemigos, que son las pasiones, la desgarren; dejamos abiertas todas las puertas; llega el demonio del orgullo, y le permitimos entrar para asesinar y devorar a la pobre alma; llega el de la impureza, y también entra, para ensuciarla y corromperla. «Pobre alma, nos dice San Agustín, en muy poca estima eres tenida. El orgulloso lo vende por un pensamiento de soberbia, el avaro por un pedazo de tierra, el beodo por un vaso de vino, el vengativo por un pensamiento de venganza!».

Realmente, ¿donde están nuestras oraciones hechas, nuestras comuniones devotas, nuestras misas santamente oídas, nuestra resignación y conformidad con la voluntad de Dios en las penas, nuestra caridad con los enemigos? ¿Será posible que hagamos tan poco caso de un alma tan bella, a la cual Dios amó más que a si mismo, pues murió por salvarla? ¡Ay!, amamos al mundo y sus placeres; en cambio, todo cuando se refiere a la gloria de Dios o a la salvación del alma, nos enoja y nos fastidia y llegamos hasta a quejarnos cuando nos vemos forzados a ejecutarlo. ¡Cual será nuestro remordimiento otro día! En apariencia, parece que el mundo nos proporciona algún placer, pero nos equivocamos. Escuchad lo que nos dice San Juan Crisóstomo, y veréis cómo es más feliz el que se preocupa de salvarse, que el que sólo corre en busca de !os placeres y deja abandonada su pobre alma. «Mientras dormía, nos dice este gran Santo, tuve un sueño muy singular, el cual, al despertarme, me ofreció muchos motivos de reflexión y meditación delante de Dios. En aquel sueño, vi un paraje delicioso, un valle agradable, en el cual la naturaleza había reunido todas las bellezas, todas las riquezas y todos los placeres capaces de complacer a un mortal. Lo que más me admiró, fue ver en medio de aquel valle de delicias a un hombre con el semblante triste, el rostro alterado y el espíritu preocupado; por su talante se adivinaba la turbación y la emoción de su alma: unas veces permanecía inmóvil; mirando fijamente al suelo, otras andaba a grandes pasos , con aire extraviado; otras se paraba repentinamente, exhalando profundos suspiros; sumiéndose en honda melancolía, rayana en la desesperación. Contemplando todo aquello atentamente, vi que aquel valle de delicias terminaba en un espantoso precipicio, en una sima inmensa hacia donde parecía verse aquel hombre arrastrado por una fuerza extraña. A pesar de tantas delicias, aquel hombre se mostraba agitado, pues, a la vista de aquellos abismos, le era imposible disfrutar un sólo momento de paz y de alegría. Mas, dirigiendo mi vista hacia lo lejos, vi otro lugar de aspecto totalmente distinto del valle que os he descrito: era un valle sombrío y oscuro, formado por abruptas montañas y estériles desiertos; la sequedad mas desoladora dominaba enteramente en aquellos parajes; nada de vegetación ni de frondosidad, sólo zarzas y espinas; todo inspiraba tristeza, desolación, horror. Pero fue grande mi sorpresa cuando divisé en aquel valle a un hombre pálido, enjuto, extenuado, y sin embargo, con el rostro sereno, el aspecto tranquilo y el aire satisfecho; a pesar de la apariencia exterior no muy gallarda, todo hacía adivinar que se trataba de un hombre que disfrutaba de la paz del alma; pero, mirando aún más a lo lejos, vi, al extremo de aquel valle de miserias y de aquel horroroso desierto, un sitio delicioso, un agradable rincón donde se descubría toda suerte de bellezas. El hombre contemplaba sin cesar aquel extremo sin perderlo jamás de vista, andaba con decisión, sin detenerse ante los estorbos de las zarzas y espinas que a veces llegaban a herir sus carnes; las llagas parecían avivar sus fuerzas. Admirado al ver todo aquello, pregunté por qué causa el uno estaba tan triste en un lugar de placeres y el otro tan tranquilo en una mansión de miserias. Entonces oí una voz que dijo: «Estos dos hombres son, respectivamente, la imagen de aquellos que están enteramente entregados al mundo, y de los que se consagran sinceramente al servicio de Dios. El mundo, me dijo aquella voz, ofrece desde el primer momento a sus seguidores la riqueza y el placer, a lo menos en apariencia: los incautos se entregan a ellos inconsiderablemente; pero pronto han de reconocer que no hallaron lo que pensaban. Lo más triste y desalentador es que al final se encuentran indefectiblemente con un abismo donde van a precipitarse cuántos andan por aquella senda en apariencia tan agradable. El otro, continuó la voz, experimenta en si mismo todo lo contrario: y es que, en el servicio de Dios, háyanse ante todo pruebas y penalidades, debe habitarse en un valle de lágrimas; hay que mortificarse, hacerse violencia, privarse de las dulzuras de la vida, pasar los días en grande apretura. Pero el espíritu se anima ante la vista y la esperanza de un porvenir enteramente feliz; dura es la vida del hombre que mora en aquel valle triste, más el pensamiento de la felicidad que le aguarda le consuela y le sostiene en todas sus luchas. Todo es consolador para el, y su alma comienza ya a gustar de los bienes prometidos que le esperan y de los cuales pronto gozará eternamente».

¿Podemos hallar una comparación más exacta y natural para comprender la diferencia entre los que durante su vida sólo procuran servir a Dios y salvar su alma y los que dejan de lado a su Dios y a su alma, para correr tras los placeres, que conducen, sin dejarnos gozar de nada consolador y perfecto, a un precipicio que no es otro que el abismo infernal? (Prov., XIV, 12, 13.). ¡Dichoso el que seguirá aquel camino donde hay algunas penas, de poca duración, pero que al fin nos conduce a un lugar tan dichoso cual es aquel donde se goza de la posesión de Dios!

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