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El cura de Ars: Sobre la humildad

Sermones de San Juan Bta. Maria Vianney
Domingo decimosexto después de Pentecostés.


Onmis qui se exaltat, humiliabitur, et qui se humiliat, exaltabitur.
Aquel que se exalta, será humillado, y aquel que se humilla será exaltado.
(S. Lucas, XVIII, 14.)

 
¿Podía manifestarnos de una manera más evidente, nuestro, divino Salvador, la necesidad de humillarnos, esto es, de formar bajo concepto de nosotros mismos, yo, en nuestros pensamientos, yo, en nuestras palabras, yo, en nuestras acciones, como condición indispensable para ir a cantar las divinas alabanzas por toda una eternidad?

- Hallándose un día en compañía de otras personas y viendo que algunos se alababan del bien por ellos obrado y despreciaban a los demás, Jesucristo les propuso esta parábola: «Dos, hombres, dijo, subieron al templo a orar; uno de ellos era fariseo, y el otro publicano. El fariseo permanecía en pie, y hablaba a Dios de esta manera: «Os doy gracias, Dios mío, porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como ese publicano»: ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de cuanto poseo». Tal era su oración, nos dice San Agustín (Serm. CXV, cap. 2, in Mud Lucae.). Bien veis que ella no es más que una afectación llena de orgullo y vanidad; el fariseo no viene para orar ante Dios, ni para darle las gracias, sino para alabarse a si propio y aun para insultar a aquel que realmente Ora. El publicano, por el contrario, apartado del altar, sin atreverse ni siquiera a elevar al cielo su mirada, golpeaba su pecho diciendo: «Dios mío, tened piedad de mi, que soy un miserable pecador».


- «Habéis de saber, añade Jesucristo, que este regresó justificado a su casa, más no el otro». Al publicano le fueron perdonados sus pecados, mientras que el fariseo, con todas sus pretendidas virtudes, volvió a su casa más criminal que antes. Y la razón de ello es esta: la humildad del publicano, aunque pecador, fue más agradable a Dios que todas las buenas obras del fariseo, mezcladas de orgullo (Ps., CL,, 18.). Y Jesucristo saca de aquí la consecuencia de que «el que quiera exaltarse será humillado, y el que se humille será exaltado». Desengañémonos, esta es la regla; la ley es general, nuestro divino Maestro es quien la ha publicado. «Aunque remontes lo cabeza hasta el cielo, de allí lo arrojare (Ier., XLIX, 16.) », dice el Señor. Si, el único camino que conduce a la exaltación provechosa para la otra vida, es la humildad. Sin esta bella y preciosa virtud de la humildad, no entrareis en el cielo; será como si os faltase el bautismo. De aquí podéis ya colegir la obligación que tenemos de humillarnos, y los motivos que a ello deben impulsarnos. Voy, pues, ahora a mostraros: 1.° Que la humildad es una virtud absolutamente necesaria para que nuestros acciones sean agradables a Dios y premiadas en la otra vida; 2.° Tenemos grandes motivos para practicarla, sea mirando a Dios, sea mirando a nosotros mismos.
 
I.-Antes de haceros comprender la necesidad de esta hermosa virtud, para nosotros tan necesaria como el Bautismo después del pecado original; tan necesaria, digo yo, como el sacramento de la Penitencia después del pecado mortal, debo primero exponeros en que consiste una tal virtud, que tanto merito atribuye a nuestras buenas obras, y que tan pródigamente enriquece nuestros actos. San Bernardo, aquel gran santo que de una manera tan extraordinaria la practicó nos dice que la humildad es una virtud por la cual nos conocemos a nosotros mismos y, mediante esto, nos sentimos llevados a despreciar nuestra propia persona y a no hallar placer en ninguna alabanza que de nosotros se haga (De gradibus humilitatis et superbiae, cap. 1).
 
Digo: 1.º Que esta virtud nos es absolutamente necesaria, si queremos que nuestros obras sean premiadas en el cielo ; puesto que el mismo Jesucristo nos dice que tan imposible nos es salvarnos sin la humildad como sin el Bautismo. Dice San Agustín: «Si me preguntáis cual es la primera virtud de un cristiano, os responderé que es la humildad; si me preguntáis cual es la segunda, os contestare que la humildad ; si volvéis a preguntarme cual es la tercera, os contestaré aun que es la humildad; y cuantas veces me hagáis esta pregunta, os daré la misma respuesta» (Epist. CXVIII ad Dioscorum, cap. III, 22.) .

Si el orgullo engendra todos los pecados (Eccli., X, 15.), podemos también decir que la humildad engendra todas las virtudes. Con la humildad tendréis todo cuanto os hace Falta para agradar a Dios y salvar vuestra alma; más sin ella, aun poseyendo todas las demás virtudes, será cual si no tuvieseis nada. Leemos en el santo Evangelio (Matth., XIX, 13.) que algunas madres presentaban sus hijos a Jesucristo para que les diese su bendición. Los apóstoles las hacían retirar, más Nuestro Señor desaprobó aquella conducta, diciendo: «Dejad que los niños vengan a Mi; pues de ellos y de los que se asemejan, es el reino de los cielos». Los abrazaba y les Baba su santa bendición. ¿A que viene esa buena acogida del divino Salvador? Porque los niños son sencillos, humildes y sin malicia. Asimismo, si queremos ser bien recibidos de Jesucristo, es preciso que nos mostremos sencillos y humildes en todos nuestros actos. « Esta hermosa virtud, dice San Bernardo, fue la causa de que el Padre Eterno mirase a la Santísima Virgen con complacencia; y si la virginidad atrajo las miradas divinas, su humildad fue la causa de que concibiese en su seno al Hijo de Dios. Si la Santísima Virgen es la Reina de las Vírgenes, es también la Reina de los humildes»  (Hom.1.ª super Missus est, 5.)
 
2. Preguntaba un día Santa Teresa al Señor por que, en otro tiempo, el Espíritu Santo se comunicaba con tanta facilidad a los personajes del Antiguo Testamento, patriarcas o profetas, declarándoles sus secretos, cosa que no hace al presente. El Señor le respondió que ello era porque aquellos eran más sencillos y humildes, mientras que en la actualidad los hombres tienen el corazón doble y están llenos de orgullo y vanidad. Dios no comunica con ellos ni los ama como amaba a aquellos buenos patriarcas y profetas, tan simples y humildes. Nos dice San Agustín: «Si os humilláis profundamente, si reconocéis vuestra nada y vuestra falta de meritos, Dios os dará gracias en abundancia; más, si queréis exaltaros y teneros en algo, se alejara de vosotros y os abandonara en vuestra pobreza».

Nuestro Señor Jesucristo, para darnos a entender que la humildad es la más bella y la más preciosa de todas las virtudes, comienza a enumerar las bienaventuranzas por la humildad, diciendo: «Bienaventurados los pobres de espíritu, pues de ellos es el reino de los cielos». Nos dice San Agustín que esos pobres de espíritu son aquellos que tienen la humildad por herencia (Serm. LIII, in iflud Matth. Beati Pauperes spiritu.). Dijo a Dios el profeta Isaías: «Señor, ¿sobre quienes desciende el Espíritu Santo? ¿Acaso sobre aquellos que gozan de gran reputación en el mundo, o sobre los orgullosos? -No, dijo el Señor, sino sobre aquel que tiene su corazón humilde» (Isaías, LXVI, 2.).
Esta virtud no solamente nos hace agradables a Dios, sino también a los hombres. Todo el mundo ama a una persona humilde, todos se deleitan en su compañía. ¿De dónde viene; en efecto, que por lo común los niños son amados de todos, sino de que son sencillos y humildes? La persona que es humilde cede, no contraria a nadie, no causa enfado a nadie, conténtase de todo y busca siempre ocultarse a los ojos del mundo. Admirable ejemplo de esto nos lo ofrece San Hilarión. Refiere San Jerónimo que este gran Santo era solicitado de los emperadores, de los reyes y de los príncipes, y atraía hacia el desierto a las muchedumbres por el olor de su santidad, por la fama. y renombre de sus milagros; más el se escondía y huía del mundo cuanto le era posible.

Frecuentemente cambiaba de celda, a fin de vivir oculto y desconocido; lloraba continuamente a la vista de aquella multitud de religiosos y de gente que acudían a el para que les curase sus males. Echando de menos su pasada soledad, decía, llorando «He vuelto otra vez al mundo, mi recompensa será solo en esta vida, pues todos me miran ya como persona de consideración». «Y nada tan admirable, nos dice San Jerónimo, como el hallarle tan humilde en medio de los muchos honores que se le tributaban. Decidme, ¿ es esto humildad y desprecio de si mismo? ¡Cuán raras son estas virtudes! ¡Más también cuanto escasean los santos! En la misma medida que se aborrece a un orgulloso, se aprecia a un humilde, puesto que este toma siempre para si el último lugar, respeta a todo el mundo, y ama también a todos; esta es la causes de que sea tan buscada la compañías de las personas que están adornadas de tan bellas cualidades.

2.º     Digo que la humildad es el fundamento de todas las demás virtudes. Quien desea servir a Dios y salvar su alma, debe comenzar por practicar esta virtud en toda su extensión. Sin ella nuestra devoción será como un montón de paja que habremos levantado muy voluminoso, pero al primer embate de los vientos queda derribado y deshecho. El demonio teme muy poco esas devociones que no están fundadas en la humildad, pues sabe muy bien que podrá echarlas al traste cuanto le plazca. Lo cual vemos aconteció a aquel solitario que llego hasta a caminar sobre carbones encendidos sin quemarse ; pero, falto de humildad, al poco tiempo cayo en los más deplorables excesos (Vida de los Padres del desierto, t. 1.°, pag. 256.) . Si no tenéis humildad, podéis decir que no tenéis nada, a la primera tentación seréis derribados. Refiérese en la vida de San Antonio (Ibid., pag. 52.) que Dios le hizo ver el mundo sembrado de lazos que el demonio tenia preparados para hacer caer a los hombres en pecado. Quedó de ello tan sorprendido, que su cuerpo temblaba cual la hoja de un árbol, y dirigiéndose a Dios, le dijo: «Señor, ¿quien podrá escapar de tantos lazos? ». Y oyó un voz que le dijo: «Antonio, el que sea humilde; pues Dios da a los humildes la gracia necesaria pares que puedan resistir a las tentaciones; mientras permite que el demonio se divierta con los orgullosos, los cuales caerán en pecado en cuanto sobrevenga la ocasión. Mas a las personas humildes el demonio, no se atreve a atacarlas». Al verse tentado San Antonio, no hacia otra cosa que humillarse profundamente ante Dios, diciendo: «¡Señor, bien sabéis que no soy más que un miserable pecador!». Y al momento el demonio emprendía la fuga.

Cuando nos sintamos tentados, mantengámonos escondidos bajo el velo de la humildad y veremos cuan escasa sea la fuerza que el demonio tiene sobre nosotros. Leemos en la vida de San Macario que, habiendo un día salido de su celda en busca de hojas de palma, apareciósele el demonio con espantoso furor, amenazando herirle; más, viendo que le era imposible porque Dios no le había dado poder para ello, exclamo: «¡Macario, cuanto me haces sufrir! No tengo facultad para maltratarte, aunque cumpla más perfectamente que tu lo que tu prácticas pues tu ayunas algunos días, y yo no como nunca; tu pasas algunas noches en vela, yo no duermo nunca. Solo hay una cosa en la cual ciertamente me aventajas». San Macario le pregunto cual era aquella cosa. «Es la humildad». El Santo postróse, la faz en tierra, pidió a Dios no le dejase sucumbir a la tentación, y al momento el demonio emprendió la fuga (Vida de los Padres del desierto, t. II, p. 358.) . ¡Cuan agradables nos pace a Dios esta virtud, y cuan poderosa es para ahuyentar el demonio! ¡Pero también cuan rara! Lo cual raramente se ve con solo considerar el escaso numero de cristianos que resisten al demonio cuando son tentados.

No son todas las palabras, todas las manifestaciones de desprecio de si mismo lo que nos prueba que tenemos humildad. Voy a citaros ahora un ejemplo, el cual os probara lo poco que vales las palabras. Hallamos en la Vida de los Padres del desierto que, habiendo venido un solitario a visitar a San Serapio (Ibid., p. 417.), no quiso acompañarle en sus oraciones, porque, decía, he cometido tantos, pecados que soy indigno de ello, ni me atrevo a respirar allá donde vos estáis.

Permanecería sentado en el suelo por no atreverse a ocupar el mismo asiento que San Serapio. Este Santo, siguiendo la costumbre entonces muy común, quiso lavarle los pies, y aun fue mayor la resistencia del solitario. Veis aquí una humildad que, según los humanos juicios, tiene todas las apariencias de sincera; más ahora vais también a ver en que paró. San Serapio se limito a decirle, a manera de aviso espiritual, que tal vez haría mejor permaneciendo en su soledad, trabajando para vivir, que no corriendo de celda en celda como un vagabundo. Ante este aviso, el solitario no supo ya disimular la falsedad de su virtud; enojóse en gran manera contra el Santo y se marcho. Al ver esto, le dijo aquel: «Hijo mío, me decíais hace un momento que habíais cometido todos los crímenes imaginables, que no os atrevíais a rezar ni a comer conmigo, y ahora, por una sencilla advertencia que nada tiene de ofensiva, os dejáis llevar del enojo! Vamos, hijo mío, vuestra virtud y todas las buenas obras que practicáis, están desprovistas de la mejor de las cualidades, que es la humildad».

Por este ejemplo podéis ver cuan rara es la verdadera humildad. Cuanto abundan los que, mientras se los alaba, se los lisonjea, o a lo menos, se les manifiesta estimación, son todo fuego en sus practicas de piedad, lo darían todo, se despojarían de todo ; más una leve reprensión, un gesto de indiferencia, llena de amargura su corazón, los atormenta, les arranca lágrimas de sus ojos, los pone de mal humor, los induce a mil juicios temerarios, pensando que son tratados injustamente, que no es este el trato que se da a los demás. ¡Cuán rara es esta hermosa virtud entre los cristianos de nuestros días! ¡Cuantas virtudes tienen solo la apariencia de tales, y a la primera prueba vienense abajo.!

Pero, ¿en que consiste la humildad? Vedlo aquí : ante todo os dice que hay dos clases de humildad, la interior y la exterior. La exterior consiste:
 
1.° En no alabarse del éxito de alguna acción por nosotros practicada, en no relatarla al primero que nos quiera oír; en no divulgar nuestros golpes audaces, los viajes que hicimos, nuestras mañas o habilidades, ni lo que de nosotros se dice favorable;

2.° En ocultar el bien que podemos haber hecho, como son las limosnas, las oraciones, las penitencias, los favores hechos al prójimo, las gracias interiores de Dios recibidas;

3.° En no complacernos en las alabanzas que se nos dirigen ; para lo cual deberemos procurar cambiar de conversación, y atribuir a Dios todo el éxito de nuestras empresas; o bien deberemos dar a entender que el hablar de ello nos disgusta, o marcharnos, si nos es posible.

4.° Nunca deberemos hablar ni bien ni mal de nosotros mismos. Muchos tienen por costumbre hablar mal de si mismos, para que se los alabe esto es una falsa humildad a la que podemos llamar humildad con anzuelo. No habléis nunca de vosotros, contentaos con pensar que sois unos miserables, que es necesaria toda la caridad de un Dios para soportaros sobre la tierra.

5.° Nunca se debe disputar con los iguales; en todo cuanto no sea contrario a la conciencia, debemos siempre ceder; no hemos de figurarnos que nos asiste siempre el derecho; aunque lo tuviésemos, hemos de pensar al momento que también podríamos equivocarnos, como tantas veces ha sucedido; y, sobre todo, no hemos de tener la pertinacia de ser los últimos en hablar en la discusión, ya que ello revela un espíritu repleto de orgullo.

6.º Nunca hemos de mostrar tristeza cuando nos parece ser despreciados, ni tampoco ir a contar a los demás nuestras cuitas; esto daría a entender que estamos faltos de toda humildad, pues, de lo contrario, nunca nos sentiríamos bastante rebajados, ya que jamás se nos tratará cual debemos dar gracias a Dios, a semejanza del santo rey David, quien volvía bien por mal (Ps. VII, 5.), pensando cuanto había el también despreciado a Dios con sus pecados.

7.° Debemos estar contentos al vernos despreciados, siguiendo el ejemplo de Jesucristo, de quien se dijo que se «vería harto de oprobios» (Thren., III, 30.) , y el de los apóstoles, de quienes se ha escrito (Act., V, 41.) «que experimentaban una grande alegría porque habían sido hallados dignos de sufrir ignominia por amor de Jesucristo» ; todo lo cual constituirá nuestra mayor dicha y nuestra más firme esperanza en la hora de la muerte.

8.° Cuando hemos cometido algo que pueda sernos echado en cara, no debemos excusar nuestra culpa ; ni con rodeos, ni con mentiras., ni con el gesto debemos dar lugar a pensar que no lo cometimos nosotros. Aunque fuésemos acusados falsamente, mientras la gloria de Dios no sufra menoscabo, deberíamos callar.

9.° Esta humildad consiste en practicar aquello que más nos desagrada, lo que los demás no quieren hacer, y en complacerse en vestir con sencillez.

En esto consiste la humildad exterior. Mas ¿en que consiste la interior? Vedlo aquí. Consiste: 1.º En sentir bajamente de si mismo; en no aplaudirse jamás en lo intimo de su corazón al ver coronadas por el éxito las acciones realizadas ; en creerse siempre indigno e incapaz de toda buena obra, fundándose en las palabras del mismo Jesucristo cuando nos dice que sin Él nada bueno podemos realizar (Ioan, XV, 5.) , pues ni tan solo una palabra, como, por ejemplo, «Jesús», podemos pronunciar sin el auxilio del Espíritu Santo (1 Cor., XII, 3.). 2.° Consiste en sentir satisfacción de que los demás conozcan nuestros defectos, a fin de tener ocasión de mantenernos en nuestra insignificancia; 3.° En ver con gusto que los demos nos aventajen en riquezas, en talento, en virtud, o en cualquier otra cosa; en someternos a la voluntad o al juicio ajenos, siempre que ello no sea contra conciencia.

En esto consiste poseer la humildad cristiana, la cual tan agradables nos hace a Dios y tan apreciables a los ojos del prójimo. Considerad ahora si la tenéis o no. Y si desgraciadamente no la poseéis, no os queda otro camino, para salvaros, que pedirla a Dios hasta obtenerla; ya que sin ella no entraríamos en el cielo. Leemos en la vida de San Elzear que, habiendo corrido el peligro de perecer engullido por el mar, junto con todos los que se hallaban con el en el barco, pasado va el peligro, Santa Delfina, su esposa, le pregunto si había tenido miedo. Y el Santo contesto : «Cuando me hallo en peligro semejante, me encomiendo a Dios junto con todos los que conmigo se hallan; y le pido que, si alguien debe morir, este sea yo, como el más miserable y el más indigno de vivir» (V. Ribadeneyra, 27 septietnbre, t. IX, p. 395.). ¡Cuánta humildad..! !San Bernardo estaba tan persuadido de su insignificancia, que, al entrar en una ciudad, hincábase antes de hinojos, pidiendo a Dios que no castigase a la ciudad por causa de sus pecados; pues se creía capaz de atraer la maldición de Dios sobre aquel lugar. ¡Cuánta humildad! ¡Un Santo tan grande cuya vida era una cadena de milagros!

Es preciso que, si queremos que nuestras obras sean premiadas en el cielo, vayan todas ellas acompañadas de la humildad. Al orar, ¿poseéis aquella humildad que os hace consideraros como miserables e indignos de estar en la santa presencia de Dios? Si fuese así, no haríais vuestras oraciones vistiéndoos o trabajando. No, no la tenéis. Si fueseis humildes, ¡con que reverencia, con que modestia, con que santo temor estaríais en la Santa Misa! !No se os vería reír, conversar, volver la cabeza, pasear vuestra mirada por el templo, dormir, orar sin devoción, sin amor de Dios! Lejos de hallar largas las ceremonial y funciones, os sabría mal el termino de ellas, y pensaríais en la grandeza de la misericordia de Dios al sufriros entre los fieles, cuando por vuestros pecados merecéis estar entre los réprobos. Si tuvieseis esta virtud, al pedir a Dios alguna gracia, haríais como la Cananea, que se postró de hinojos ante el Salvador, en presencia de todo el mundo (Matth., XV, 25.); como Magdalena, que besó los pies de Jesús en medio de una numerosa reunión (Luc., VII, 38.). Si fueseis humildes, haríais como aquella mujer que hacia doce años que padecía flujo de sangre y acudió con tanta humildad a postrarse a los pies del Salvador, a fin de conseguir tocar el extremo de su manto (Marc., V, 25.). ¡Si tuvieseis la humildad de un San Pablo, quien, aun después de ser arrebatado hasta el tercer cielo (II Cor. XII, 2.) , solo se tenia por un aborto del infierno, el último de los apóstoles, indigno del nombre que llevaba! (1 Cor., XV, 8-9.).

¡Dios mío!, ¡cuán hermosa, pero cuán rara es esta virtud! Si tuvieseis esta virtud al confesaros, ¡cuán lejos andaríais de ocultar vuestros pecados, de referirlos como una historia de pasatiempo y, sobre todo, de relatar los pecados de los demás! ¿Cual seria vuestro temor al ver la magnitud de vuestros pecados, los ultrajes inferidos a Dios, y al ver, por otro lado, la caridad que muestra al perdonaros? ¡Dios mío!, ¿no moriríais de dolor y de agradecimiento? Si, después de haberos confesado, tuvieseis aquella humildad de que habla San Juan Clímaco (La Escala Santa, grado quinto.), el cual nos cuenta que, yendo a visitar un cierto monasterio, vio allí a unos religiosos tan humildes, tan humillados y tan mortificados, y que sentían de tal manera el peso de sus pecados, que el rumor de sus gritos, y las preces que elevaban a Dios Nuestro Señor eran capaces de conmover a corazones tan duros como la piedra. Algunos había que estaban enteramente cubiertos de llagas, de las cuales manaba un hedor insoportable; y tenían tan poco atendido su cuerpo, que no les quedaba sino la piel adherida al hueso. El monasterio resonaba con gritos los más desgarradores. «¡Desgraciados de nosotros miserables! ¡Sin faltar a la justicia, oh Señor, podéis precipitarnos en los infiernos! » Otros exclamaban: «¡Señor, perdonadnos si es que nuestras almas son aún capaces de perdón!». Tenían siempre ante sus ojos la imagen de la muerte, y se decían unos a otros: ¿Que será de nosotros después de haber tenido la desgracia de ofender a un Dios tan bueno? ¿Podremos todavía abrigar alguna esperanza para el día de las venganzas? ».

Otros pedían ser arrojados al rió para ser comidos de las bestias. Al ver el superior a San Juan Clímaco, le dijo: «Padre mío, habéis visto a nuestros soldados?». Nos dice San Juan Clímaco que no pudo allí hablar ni rezar: pues los gritos de aquellos penitentes, tan profundamente humillados, arrancabanle lágrimas y sollozos sin que en manera alguna pudiera contenerse. ¿De dónde proviene que nosotros, siendo mucho más culpables, carezcamos enteramente de humildad? ¡Porque no nos conocemos!
 
II.-Al cristiano que bien se conozca, todo debe inclinarle a ser humilde, y especialmente estas tres cosas, a saber : la consideración de las grandezas de Dios, el anonadamiento de Jesucristo, y nuestra propia miseria.

1.° Quien podrá contemplar la grandeza de un Dios, sin anonadarse en su presencia, pensando que con una sola palabra ha creado el cielo de la nada, y que una sola mirada suya podría aniquilarlo? ¡Un Dios tan grande, cuyo poder no tiene límites, un Dios lleno de toda suerte de perfecciones, un Dios de una eternidad sin fin, con la magnitud de su justicia, con su providencia que tan sabiamente lo gobierna todo y que con tanta diligencia provee a todas nuestras necesidades! No deberíamos temer, con mucha mayor razón que San Martin, que la tierra se abriese bajo nuestros pies por ser indignos de vivir? Ante esta consideración, ¿no haríais como aquella gran penitente de la cual se habla en la vida de San Pafnucio? (Vida de los Padres del desierto, t. 1.°, p. 212.). Aquel buen anciano dice el autor de su vida, quedó en extremo sorprendido, cuando, al conversar con aquella pecadora, la oyó hablar de Dios. El santo abad le dijo: «¿Ya sabes que hay un Dios?»- «Si, dijo ella; y aun más se que hay un reino de los cielos para aquellos que viven según sus mandamientos, y un infierno donde serán arrojados los malvados para abrasarse allí.» -«Si conoces todo esto, ¿cómo te expones a abrasarte en el infierno, causando la perdición de tantas almas?» Al oír estas palabras, la pecadora conoció que era un hombre enviado de Dios, se arrojó a sus pies y, deshaciéndose en lágrimas: «Padre mío, le dijo, imponedme la penitencia que queráis, y yo la cumpliré». El anciano la encerró en una celda y le dijo: «Mujer tan criminal como tu has sido, no merece pronunciar el santo nombre de Dios; te limitaras a volverte hacia el oriente, y dirás por toda oración: «Vos que me creasteis, tened piedad de mi!». Esta era toda su oración, derramando lágrimas y exhalando amargos sollozos noche y día. ¡Dios mío!, ¡cuanto nos hace profundizar en el propio conocimiento la humildad!
 
2.° Decimos que el anonadamiento de Jesucristo debe humillarnos aun más y más. «Cuando contemplo, nos dice San Agustín, a un Dios que, desde su encarnación hasta la cruz, no hizo otra cosa que llevar una vida de humillaciones e ignominias, un Dios desconocido en la tierra, ¿habré yo de sentir temor de humillarme? Un Dios busca la humillación, y yo, gusano de la tierra, querré ensalzarme? ¡Dios mío!, dignaos destruir este orgullo que tanto nos aparta de Vos».

Lo tercero que debe conducirnos a la humildad, es nuestra propia miseria. No tenemos más que mirarla algo de cerca, y hallaremos una infinidad de motivos de humillación. Nos dice el profeta: «En nosotros mismos llevamos el principio y los motivos de nuestra humillación. ¿No sabemos por ventura, dice, que nuestro origen es la nada, que antes de venir a la vida transcurrieron una infinidad de siglos, y que, por nosotros mismos, nunca habríamos podido salir de aquel espantoso e impenetrable abismo? ¿Podemos ignorar que, aun después de ser creados, conservamos una vehemente inclinación hacia la nada, siendo preciso que la mano poderosa de Aquel que de ella nos sacó, nos impida Volver al caer, y que, si Dios dejase de mirarnos y sostenernos, seriamos borrados de la faz de la tierra con la misma rapidez que una brizna de paja es arrastrada por una tempestad furiosa». ¿Qué es, pues, el hombre para envanecerse de su nacimiento y de sus demás cualidades? Nos dice el santo varón Job: ¿qué es lo que somos?, inmundicia antes de nacer, miseria al venir al mundo, infección cuando salimos de él. Nacemos de mujer, nos dice (Iob. XIV, 1.), y vivimos breve tiempo; durante nuestra vida, por corta que sea, mucho hemos de llorar, y la muerte no tarda en herirnos». «Tal es nuestra herencia, nos dice San Gregorio, Papa; juzgad, según esto, si tenemos lugar a ensalzarnos por nada del. mundo ;.así es que quien temerariamente se atreve a creer que es algo, resulta ser un insensato que jamás se conoció a sí mismo, puesto que, conociéndonos tal cual somos, sólo horror podemos sentir de nosotros mismos».

Pero no son menos los motivos que tenemos de humillarnos en el orden de la gracia. Por grandes talentos y dones que poseamos, hemos de pensar que todos nos vienen de la mano del Señor, que los da a quien le place, v, por consiguiente, no nos podemos alabar de ellos. Un concilio ha declarado que el hombre, lejos ele ser el autor de su salvación, sólo es capaz de perderse, ya que de sí mismo sólo tiene el pecado y la mentira. San Agustín nos. dice que toda nuestra ciencia consiste en saber que nada somos, y que todo cuanto tenemos, de Dios lo hemos recibido.
Finalmente, digo que debemos humillarnos considerando la gloria y la felicidad que esperamos en la otra vida, pues, de nosotros mismos, somos incapaces de merecerla. Siendo Dios tan magnánimo al concedérnosla, no hemos de confiar sino en su misericordia y en los infinitos méritos de Jesucristo su Hijo. Como hijos de Adán, sólo merecemos el infierno. Cuán caritativo en Dios al permitirnos tener esperanza de tantos y tan grandes bienes, a nosotros que nada hicimos para merecerlos.

¿Qué hemos de concluir de todo esto? Vedlo aquí: todos los días hemos de pedir a Dios la humildad, esto es, que nos conceda la gracia de conocer nuestra nada, que de nosotros mismos nada tenemos, que los bienes que poseemos, tanto del cuerpo como del alma, nos vienen todos de Él. Practiquemos la humildad cuantas veces nos sea posible; quedemos bien persuadidos de que no hay virtud más agradable a Dios que la humildad, y de que con ella obtendremos todas las demás. Por muchos que sean los pecados que pesen sobre nuestra conciencia, estemos seguros de que, con la humildad, Dios nos perdonará. Cobremos afición a esa virtud tan hermosa; ella será la que nos unirá con Dios, la que nos hará vivir en paz con el prójimo, la que aligerara nuestras cruces, la que mantendrá nuestra esperanza de ver otro día a Dios. Él mismo nos lo dice: «Bienaventurados los pobres de espíritu, pues ellos verán a Dios» (Matth., V,3.).

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