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El cura de Ars: Sobre la pureza

Sermones de San Juan Bta. Maria Vianney
Domingo decimoseptimo después de Pentecostés.


Beati mundo corde, quoniam ipsi Deum videbunt.
Bienaventurados los que tienen un corazón puro, pues ellos verán a Dios.
(S. Mateo, V, 8.)

 
Leemos en el Evangelio que, queriendo Jesucristo instruir al pueblo que acudía en masa a fin de conocer lo que hay que practicar para alcanzar la vida eterna, sentóse, y tomando la palabra, dijo: «Bienaventurados los que tienen un corazón puro, pues ellos verán a Dios». Si tuviésemos un gran deseo de ver a Dios, estas solas palabras deberían darnos a entender cuan agradables nos hace a Él la virtud de la pureza, y cuan necesaria sea esta virtud; puesto que, según nos dice el mismo Jesucristo, sin ella nunca conseguiríamos verle. «Bienaventurados, nos dice Jesucristo, los que tienen un corazón puro, pues ellos verán a Dios». ¿Puede esperarse mayor recompensa que la que Jesucristo vincula en esa hermosa y amable virtud, a saber, la eterna compañía de las tres personas de la Santísima trinidad? San Pablo, que conocía todo su valor, escribiendo a los de Corinto, les dijo: «Glorificad a Dios, pues le lleváis en vuestros cuerpos; y permaneced fieles conservándolos en una gran pureza. Acordaos siempre, hijos míos, de que vuestros miembros son los miembros de Jesucristo, de que vuestros corazones son templos del Espíritu Santo. Andad con gran cuidado en no ensuciarlos con el pecado, que es el adulterio, la fornicación y todo cuanto puede deshonrar vuestro corazón y vuestro cuerpo a los ojos de un Dios que es la misma pureza» (I Cor., VI, 15-20.). Cuán preciosa y bella es esta virtud, no sólo a los ojos de los ángeles y de los hombres, sino también a los del mismo Dios. La tiene Él en tanta estima, que no cesa de hacer su elogio en cuantos tienen la dicha de conservarla. Esa hermosa virtud es el adorno más preclaro de la Iglesia, y, por consiguiente, debiera ser la más apreciada de los cristianos. Nosotros, que en el santo Bautismo fuimos rociados con la sangre adorable de Jesucristo, la pureza misma; con esa Sangre adorable que tantas vírgenes ha engendrado de uno y otro sexo (Zac., IX. 17.); nosotros a quienes Jesucristo ha hecho participantes de su pureza convirtiéndonos en miembros y templos suyos. Mas, ¡ay!, en el desgraciado siglo de corrupción en que vivimos, ¡esta virtud celeste, que tanto nos asemeja a los ángeles, no es conocida! Sí, la pureza es una virtud que nos es necesaria a todos, ya que sin ella nadie verá a Dios. Quisiera yo ahora haceros concebir de ella una idea digna de Dios, mostrándoos: 1.° Cuán agradables nos hace a sus ojos comunicando un nuevo grado de santidad a nuestras acciones, y 2.°, lo que debemos hacer para conservarla.
 
I. Para hacernos comprender la estima en que hemos de tener esa incomparable virtud, para daros ahora la descripción de su hermosura, hacer que apreciaseis su valor ante el mismo Dios, seria necesario que os hablase, no un hombre mortal, sino un ángel del cielo. Al oírle, diríais admirados: ¿Cómo es posible que no estén todos los hombres prestos a sacrificarlo todo antes que perder una virtud que de una manera tan íntima nos une con Dios? Probemos, sin embargo, de formarnos algún concepto de ella considerando que dicha virtud viene de lo alto, que hace bajar a Jesucristo sobre la tierra, y eleva al hombre hasta el cielo por la semejanza que le comunica con los ángeles y con el mismo Jesucristo. Decidme, según esto, ¿no merece tal virtud el título de preciosa? ¿No es ella digna de toda estima y de que hagamos todos los sacrificios para conservarla?


Decimos que la pureza viene del cielo, pues sólo Jesucristo era capaz de dárnosla a conocer y hacernos apreciar todo su valor. Nos dejó prodigiosos ejemplos de la estima en que tuvo a esa virtud. Al determinar, en su inmensa misericordia, redimir al mundo, tomó un cuerpo mortal como el nuestro; pero quiso escoger a una virgen por madre. ¿Quién fue esa incomparable criatura? Fue María, la más pura entre todas las criaturas, la cual, por una gracia singular no concedida a otra alguna, estuvo exenta del pecado original. Desde la edad de tres años, consagró su virginidad a Dios, ofreciéndole su cuerpo y su alma, presentándole el sacrificio más santo, más puro y el más agradable que jamás haya recibido Dios de una criatura terrena. Mantúvose en una fidelidad inviolable, guardando su pureza y evitando todo cuanto pudiese tan sólo empañar su brillo. Tenia la Santísima Virgen esa virtud en tanta estima, que no quiso consentir en ser Madre de Dios antes que el ángel le diese seguridad de que no la había de perder. Mas en cuanto el ángel le anunció que, al ser Madre de Dios, lejos de perder o empañar su pureza, de la cual tanta estima hacía, sería aún más agradable a Dios, consintió gustosa, a fin de dar nuevo esplendor a aquella angelical virtud (Luc., 1.). Vemos también que Jesucristo escogió un padre nutricio pobre, es verdad; mas quiso que su pureza sobrepujase a la de las demás criaturas, excepto la de la Virgen. Entre los discípulos distinguió a uno, al cual testimonió una amistad y una confianza singulares, y le hizo participante de grandes secretos; pero escogió al más puro de todos, el cual estaba consagrado a Dios desde su juventud.

Dice San Ambrosio que la pureza nos eleva hasta el cielo y nos hace dejar la tierra en cuanto le es posible hacerlo a una criatura. Nos levanta por encima de la criatura corrompida, y, por los sentimientos y deseos que inspira, nos hace vivir la vida de los ángeles. Según San Juan Crisóstomo, la castidad de un alma es de mayor precio a los ojos de Dios que la de los ángeles, ya que los cristianos sólo pueden adquirir esta virtud luchando, mientras que los ángeles la tienen por naturaleza; los ángeles no deben luchar para conservarla, al paso que el cristiano se ve obligado a mantener consigo mismo una guerra constante. Y San Cipriano añade que, no solamente la castidad nos hace semejantes a los Ángeles, sino que además nos da un rasgo de semejanza con el mismo Jesucristo. Si, nos dice aquel gran Santo, el alma casta es una viva imagen de Dios en la tierra.

Cuanto más un alma se desprende de sí misma por la resistencia a las pasiones, más también se acerca a Dios y, por un venturoso retorno, más íntimamente se une Dios a ella: contémplala, y la considera como su amantísima esposa; la hace objeto de sus más dulces complacencias, y establece en su corazón su perpetua morada. «Felices, nos dice el Salvador, los que tienen el corazón puro, pues ellos verán a Dios» (Matt., V,8.). Según San Basilio, cuando en un alma hallamos la castidad, descubrimos también todas las demás virtudes cristianas; las cuales practicará entonces muy fácilmente, «pues, nos dice, para ser casto, debe imponerse grandes sacrificios y hacerse mucha violencia. Pero, una vez ha logrado tales victorias del demonio, la carne y la sangre, poca dificultad le ofrece lo demás ya que el alma que doma con energía este cuerpo sensual, vence con facilidad cuantos obstáculos encuentra en el camino de la virtud». Por lo cual, vemos que los cristianos castos son los más perfectos: Vemoslos reservados en sus palabras, modestos en el andar, sobrios en la comida, respetuosos en los lugares sagrados y edificantes en todo su comportamiento. San Agustín compara los que tienen la gran dicha de conservar puro su corazón con los lirios, que crecen derechos hacia el cielo y embalsaman el ambiente que los rodea con un aroma exquisito y agradable; con solo verlos, nos evocan ya esa preciosa virtud. Así la Santísima Virgen inspiraba la pureza a cuantos la veían. ¡Dichosa virtud, que nos pone al nivel de los Ángeles, y parece elevarnos hasta por encima de ellos! Todos los santos la tuvieron en mucho, prefiriendo perder sus bienes, su fama y su misma vida antes que empañarla.

Tenemos de ello un admirable ejemplo en la persona de Santa Inés. Su belleza y sus riquezas fueron causa de que, a la edad de poco más de doce años, fuese pretendida por el hijo del prefecto de la ciudad de Roma. Ella le dio a entender que estaba consagrada a Dios. Entonces la prendieron, bajo el pretexto de que era cristiana, más, en realidad, para que consintiese a los deseos de aquel joven. Pero ella estaba tan firmemente unida a Dios que ni las promesas, ni las amenazas, ni la vista de los verdugos y de los instrumentos expuestos en su presencia para amedrentarla consiguieron hacerla cambiar de sentimientos. Viendo sus perseguidores que nada podían obtener de la Santa, la cargaron de cadenas, y quisieron ponerle una argolla y varios anillos en la cabeza y en las manos; pero tan débiles eran aquellas pequeñas e inocentes manos, que sus verdugos no pudieron lograr su propósito. Permaneció firme en su resolución y, en medio de aquellos lobos rabiosos, ofreció su cuerpecito a los tormentos con una decisión que admiró a los mismos atormentadores. La llevaron arrastrándola a los pies de los ídolos, más ella declaró públicamente que solo reconocía a Jesucristo, y que aquellos ídolos eran demonios. El juez, bárbaro y cruel, viendo que nada podía conseguir, pensó que seria más sensible ante la pérdida de aquella pureza de la cual hacia tanta estima. La amenazó con hacerla exponer en un infame lupanar; más ella le respondió con firmeza: «Podréis muy bien darme muerte; pero jamás podréis hacerme perder este tesoro; pues Jesucristo mismo es su más celoso guardián», El juez, lleno de rabia, hízola conducir a aquel lugar de infernales inmundicias. Más Jesucristo, que la protegía de una manera muy particular, inspiró tan grande respeto a los guardias, que sólo se atrevían a mirarla, con una especie de espanto, y al mismo tiempo confió su custodia a uno de sus Ángeles. Los jóvenes, que entraban en aquel recinto abrasados en impuro fuego, al ver, al lado de la doncella, a un Ángel más hermoso que el sol, salían abrasados en amor divino. Pero el hijo del prefecto, más corrompido y malvado que los otros, se atrevió a penetrar en el cuarto donde se hallaba Santa Inés. Sin hacer caso de aquellas maravillas, acercóse a ella con la esperanza de satisfacer sus impuros deseos; más el Ángel que custodiaba a la joven mártir hirió al libertino, el cual cayó muerto a sus pies. Al momento divulgóse por toda la ciudad de Roma la noticia de que el hijo del prefecto, había recibido la muerte de manos de Inés. El padre, lleno de furor, fuese al encuentro de la Santa, y se entregó a todo cuanto la desesperación podía inspirarle. Llamóla furia del infierno, monstruo nacido para llevar la desolación a su vida, pues había dado muerte a su hijo. Entonces Santa Inés contestó tranquilamente: «Es que quería hacerme violencia, y entonces mi Ángel le dio muerte». El prefecto, algo mas calmado, le dijo: «Pues ruega a tu Dios que le resucite, para que no se diga que tu le has dado muerte». -«Es innegable que no merecéis esta gracia, dijo la Santa; más, para que sepáis que los cristianos no se vengan nunca, antes al contrario vuelven bien por mal, salid de aquí, y voy a rogar a Dios por él». Entonces prosternóse Ines, la faz en tierra. Mientras estaba orando, se le apareció el Ángel y le dijo: «Ten valor». Al momento aquel cuerpo inanimado recobró la vida. Aquel joven, resucitado por las oraciones de la Santa, sale de aquella casa y recorre las calles de Roma clamando: «No, no, amigos míos, no hay otro Dios que el de los cristianos; todos los dioses que nosotros adoramos no son más que demonios engañadores que nos arrastran al infierno». Sin embargo, a pesar de aquel gran milagro, no dejaron de condenarla a muerte. El lugarteniente del prefecto ordenó encender una gran hoguera, en la cual hizo arrojar a la Santa. Más las llamas se abrieron sin dañar a Inés, y en cambio, quemaron a los idólatras que habían acudido a aquel lugar para presenciar tales tormentos. Viendo el lugarteniente que el fuego la respetaba y no le causaba daño alguno, ordenó degollarla con la espada, a fin de quitarle de una vez la vida; más e1 verdugo pusose a temblar, como si él fuese el condenado a muerte. Como, después de su muerte, sus padres llorasen su perdida, aparecióseles y les dijo: «No lloréis mi muerte; al contrario, alegraos de que haya yo alcanzado un tal grado de gloria en el cielo»(Ribadeneyra, 21 enero).

Ya veis cuanto sufrió aquella Santa para no perder su virginidad. Ahora os podéis formar cargo de lo estimable que es la pureza, y de lo que agrada a Dios cuando así se complace en obrar grandes milagros a fin de mostrarse su guardián y protector. Este ejemplo confundirá un día a aquellos jóvenes que tan poca estima hicieron de esa virtud. Nunca conocieron su valor. Razón tiene el Espíritu Santo para exclamar: «¡Cuan bella es esa generación casta; su memoria es eterna, y su gloria brilla ante los hombres y ante los Ángeles! » (Sap., IV,1.). Es innegable que todo ser ama a sus semejantes ; por lo cual, los Ángeles, que son espíritus puros, aman y protegen de una manera especial a las almas que imitan su pureza. Leemos en la Escritura Santa (Tob., V-VIII.) que el Ángel Rafael, acompañando al joven Tobías, le protegió con mil favores. Preservóle de ser devorado por un pez, de ser estrangulado por el demonio. Si el joven aquel no hubiese sido casto, ciertamente que el Ángel no le hubiera acompañado y, por lo tanto, no le habría protegido en aquellos trances. ¡Cuanto es el gozo que experimenta el Ángel custodio de un alma pura!

No hay virtud para la conservación de la cual haga Dios tantos milagros como los que ejecuta para favorecer a la persona que, conociendo el valor de la pureza, se esfuerza en conservarla. Mirad lo, que hizo por Santa Cecilia. Nacida en Roma de padres muy ricos, estaba perfectamente instruida en la religión cristiana, y, siguiendo las inspiraciones de Dios, le consagró su virginidad. Ignorándolo sus padres, la prometieron en matrimonio a Valeriano, hijo de un senador de la ciudad. A los ojos del mundo era, pues, aquel matrimonio un gran partido. No obstante, ella pidió a sus padres tiempo para reflexionar. Pasó muchos días ayunando, orando y llorando, para obtener de Dios la gracia de no perder la flor de aquella virtud a la que amaba más que a su propia vida. Dijole el Señor que nada temiese, y que obedeciese a sus padres; pues no solamente no perdería aquella virtud, sino que aun obtendría. Consintió, pues, en el matrimonio. El día de las bodas, al hallarse en compañía de Valeriano, le dijo ella:

«Querido Valeriano, tengo un secreto que comunicarte. He consagrado a Dios mi virginidad, por lo cual jamás hombre alguno podrá acercarse a mí, pues tengo un ángel que protege mi pureza; si te acercases, hallarías la muerte».

Valeriano quedó muy sorprendido al oír todo aquello, pues, pagano como era, no entendía aquel lenguaje.

Y contestó así: «Muéstrame el ángel que te protege».

Replicó la Santa: «Tu no lo puedes ver, porque eres pagano. Ve de mi parte a habla al Papa Urbano, pídele el bautismo, y al momento verás el ángel».

Partió Valeriano al momento. Una vez bautizado por el Papa Urbano, fuése otra vez al encuentro de su esposa. Al entrar en la habitación vió efectivamente al ángel custodiando a Santa Cecilia, hallóle tan bello y radiante de gloria, que quedó prendado de su hermosura; y no solamente permitió a su esposa permanecer consagrada a Dios, sino que hizo él mismo voto de virginidad. Uno y otro alcanzaron pronto la dicha de morir mártires (Ribadeneyra, 22 noviembre.). ¿Veis, pues, de qué manera protege Dios a la persona que ama esa virtud y trabaja por conservarla?

Leemos en la vida de San Edmundo(Ribadenevra, 16 noviembre.) que, estudiando dicho santo en París, hallose en compañía de ciertas personas que hablaban torpemente; y las dejó al momento. Fué tan agradable al Señor aquella acción, que se le apareció en figura de un hermoso niño y, saludándole con gran afabilidad, le dijo que le había visto con gran satisfacción apartándose de la compañía de aquella gente que sostenía conversaciones licenciosas; y en recompensa de ello prometióle que no le abandonaría nunca. Además, San Edmundo tuvo la dicha de conservar su inocencia hasta la muerte. Cuando Santa Lucía acudió al sepulcro de Santa Agata para implorar su intercesión ante Dios a fin de que le alcanzase la salud de su madre, apareciósele Santa Ágata y le dijo que por sí misma podía obtener la gracia que imploraba, ya que con su pureza había preparado en su corazón una agradabilísima morada a su Creador (Ribadeneyra, 5 febrero.). Todo esto nos da a comprender cómo no puede denegar nada Dios al que tiene la dicha de conservar puros su corazón y su alma.

Oíd lo que aconteció a Santa Potamiena, que vivió en tiempos de la persecución de Maximiniano (Ribadeneyra, 28 de junio.). Aquella joven era esclava de un señor disoluto y libertino, el cual continuamente la estaba solicitando. Mas ella prefirió sufrir toda suerte de crueldades y suplicios antes que consentir a las solicitaciones de aquel señor infame. Enfurecido éste al ver que nada podía lograr, la entregó, como cristiana, en manos del gobernador, a quien prometió una fuerte recompensa para el caso de que la conquistase para sus infames apetitos. El juez mandó comparecer a aquella virgen ante su tribunal, y viendo que ninguna amenaza podía hacerla cambiar de sentimientos, sometióla a todo cuanto su rabia supo inspirarle. Mas Dios, que jamás abandona a los que a Él se consagran concedió tantas fuerzas a la joven mártir, que parecía insensible a todos los tormentos a que hubo de someterse. No pudiendo, aquel juez inicuo, vencer su resistencia, mandó poner sobre una grande hoguera una caldera llena de pez, y le dijo: «Mira lo que, te está preparado si no obedeces a tu señor». Y la santa joven respondió sin vacilar: «Prefiero sufrir todo cuanto pueda inspiraros vuestro furor antes que obedecer a la infame voluntad de mi amo; además, nunca habría yo creído que un juez fuese injusto hasta el punto de mandarme obedecer a los propósitos de un amo disoluto». Irritado el tirano al oír esta respuesta, mandó arrojarla a la caldera. «A lo menos disponed, dijo ella, que sea arrojada allí vestida. Ahora veréis las fuerzas que el Dios a quien adoramos, concede a los que sufren por Él». Después de tres horas de suplicio, entregó Potamiena su alma al Criador, y así ganó la doble palma del martirio y de la virginidad.
Cuán desconocida en el mundo es esa virtud, cuán poco la apreciamos, cuán poco cuidado ponemos en conservarla, cuán negligentes somos en pedirla a Dios, habida cuenta de que no podemos obtenerla por nosotros mismos! ¡No conocemos esa hermosa y amable virtud, la cual tan fácilmente gana el corazón de Dios, tan hermoso esplendor comunica a nuestras buenas obras, tan por encima de nosotros mismos nos levanta, y nos hace vivir en la tierra una vida tan semejante a la de los Ángeles del cielo!

Ella no es conocida de esos infames e impúdicos viejos, que se arrastran, se revuelcan y se anegan en el lodazal de sus torpezas; lejos de esforzarse en extinguirlo, lo avivan continuamente con sus miradas, con sus pensamientos, con sus deseos y con sus actos. ¿Cómo estará la pobre alma al comparecer ante Dios que es la pureza misma? Esa hermosa virtud no es conocida de aquellas personas cuyos labios no son más que una boca de que se sirve el infierno para vomitar sobre la tierra sus impurezas, y con las cuales dichos desgraciados se nutren como si fuesen su pan cotidiano. ¡Su pobre alma es sólo objeto de horror para el cielo y para la tierra! Esa amable virtud no es tampoco conocida de aquellas jóvenes cuyos ojos y cuyas manos están manchados por miradas impuras. (Oculos habentes plenos adulterii et incessabilis delicti et incessabilis delicti (II. Petr., II, 14).). ¡Oh Dios!, ¡a cuantas almas arrastra al infierno ese pecado! Esa virtud no es conocida de aquellas jóvenes mundanas y corrompidas que tanto se afanan por atraer a sí las miradas de las gentes; que, por sus atavíos exagerados e indecentes, dan públicamente a entender que son infames instrumentos de que se sirve el infierno para perder las almas: ¡esas almas que tantos trabajos, lágrimas y tormentos costaron a Jesucristo! Mirad a esas desgraciadas, y veréis su cabeza y su pecho rodeados de mil demonios. ¡Dios mío!, ¿cómo puede sostener la tierra a tales secuaces del infierno? ¡Y lo más triste y doloroso es ver cómo las madres las toleran en un estado tan indigno de una cristiana! Al ver esto, casi me atrevería a decir que tales madres no valen más que sus hijas. Ese corazón desgraciado y esos ojos impuros vienen a ser una fuente emponzoñada que causa la muerte a quien los mira o los escucha. ¡Como tales monstruos se atreven a presentarse ante un Dios tan santo y tan declaradamente enemigo de la impureza! Su vida miserable no viene a ser otra cosa que un montón de grasa que están amasando para cebar el fuego del infierno por toda una eternidad. Más dejemos ya esta materia tan enojosa y poco grata para el cristiano, cuya pureza debe remedar la del mismo Jesucristo; y volvamos a esa hermosa virtud de la pureza que nos levanta hasta el cielo, que nos franquea la entrada en el corazón adorable de Jesucristo, y nos atrae toda suerte de bendiciones espirituales y temporales.
II.-Hemos dicho que esa virtud es de un valor muy grande a los ojos de Dios; más hemos de afirmar también que no carece de enemigos que se esfuercen por arrebatárnosla. Hasta podríamos decir que casi todo cuanto nos rodea esta conspirando para robárnosla. El demonio es una de los enemigos más temibles; viviendo el en medio de la hediondez de los vicios impuros y sabiendo que no hay pecado que tanto ultraje a Dios, y conociendo además lo agradable que es a Dios el alma pura, nos tiende toda suerte de lazos para arrebatarnos esta virtud. Por su parte, el mundo, que solo busca sus regalos y placeres, labora también para hacérnosla perder, muchas veces bajo la capa de amistad. Pero podemos afirmar que el más cruel y peligroso enemigo somos nosotros mismos, esto es, nuestra carne, la cual, habiendo quedado ya maleada y corrompida por el pecado de Adán, nos induce furiosamente a la corrupción. Si no estamos constantemente sobre aviso, pronto nos abrasa y devora con sus llamas impuras.

-Pero, me diréis, puesto que es muy difícil conservar una virtud tan preciosa a los ojos de Dios, ¿que es lo que debemos hacer?

-Ved aquí los medios de conservarla. El primero es ejercer una gran vigilancia sobre nuestros ojos, nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestros actos; el segundo, recurrir a la oración; el tercero, frecuentar dignamente los sacramentos; el cuanto, huir de todo cuanto pueda inducirnos al mal; el quinto, ser muy devotos de la Santísima Virgen. Observando todo esto, a pesar de los esfuerzos de nuestros enemigos, a pesar de la fragilidad de esa virtud, tendremos la seguridad de conservarla.

He dicho 1.° que debemos vigilar nuestras miradas; lo cual es muy cierto, pues vemos, por experiencia, a muchos que cayeron por una soda mirada, y no se levantaron ya jamás. (Prov., IX,9).. No os permitáis nunca libertad alguna sin ser ella verdaderamente necesaria. Primero sufrir cualquiera incomodidad antes que exponeros al pecado.

2.° Nos dice San Jaime que esta virtud viene del cielo y que jamás llegaremos a obtenerla si no la pedimos a Dios. Debemos, pues, suplicar a Dios con frecuencia que nos de la pureza en los ojos, en las palabras y en las acciones.

3.° He dicho, en tercer lugar, que, si queremos conservar esa hermosa virtud, debemos recibir a menudo y dignamente los santos sacramentos; de lo contrario, jamás alcanzaremos tal dicha. Jesucristo no solo instituyo el sacramento de la Penitencia a fin de perdonarnos los pecados, sino además para darnos fuerzas con que combatir al demonio. Lo cual se comprende fácilmente. ¿Quien será, en efecto, que habiendo hecho hoy una buena confesión, se dejara vencer por las tentaciones? El pecado, con todo el placer que encierra, le causaría horror. ¿Quien habrá que, al poco tiempo de haber comulgado, pueda consentir, no digo ya en un acto impuro, sino tan solo en un mal pensamiento? Jesús, que mora entonces en su corazón, le hace muy bien comprender lo infame que es ese pecado, y cuanto le desagrada y cuanto le aparta de El. El cristiano que frecuenta santamente los sacramentos podrá ser tentado, más difícilmente pecara. En efecto, cuando tenemos la gran dicha de recibir el cuerpo adorable de Jesucristo, ¿no sentimos extinguirse en nuestro corazón el fuego impuro? La Sangre adorable que corre por nuestras venas, ¿que menos hará que purificar nuestra sangre? La carne sagrada que se mezcla con la nuestra, ¿no la diviniza en cierta manera? ¿No parece nuestro cuerpo retornar a aquel primer estado en que se hallaba Adan antes de pecar? ¡Esa Sangre adorable «que engendró tantas vírgenes!» (Zach., IX, 17.). Tengamos por cierto que, dejando de frecuentar los sacramentos, a cada momento caeremos en pecado.

Además, para defendernos del demonio, hemos de evitar la compañía de aquellas personas que pueden inducirnos al mal. Ved lo que hizo José, al ser tentado por la mujer de su amo: dejole el manto entre sus manos, y huyo para salvar su alma (Gen., XXXIX, 12.). Los hermanos de Santo Tomas de Aquino, viendo con malos ojos que su hermano se consagraba a Dios, a fin de estorbar su propósito le encerraron en un castillo e hicieron entrar allí una mujer de mala vida para que intentase corromperle. Viéndose en tal apuro por la desvergüenza de aquella malvada criatura, tomó un tizón encendido, y con el la arrojo ignominiosamente de su aposento. A la vista del peligro a que había estado expuesto, oro con tan copioso llanto, que Nuestro Señor le concedió el precioso don de continencia.

Ved lo que hizo San Jerónimo para poder conservar la pureza; miradle en el desierto abandonarse a todos los rigores de la penitencia, a las lágrimas y a las duras maceraciones de su carne (Vida de los Padres del desierto, t. Y, p. 264.). Aquel gran Santo nos refiere (S. Hieron., Vita S. Pauli, Primi Eremitae, 3.), además, la victoria alcanzada por un joven virtuoso, en una lucha quizá única en la historia, en tiempos de la cruel persecución del emperador Decio. Este tirano, después de haber sometido al joven a todas las pruebas que el demonio le inspirara, pensó que, si lograba hacerle perder la pureza del alma, tal vez le conduciría fácilmente a renunciar a su religión. A este objeto mandó que fuese llevado a un jardín de delicias, lleno de rosas y lirios, junto a un riachuelo de aguas cristalinas y juguetonas, bajo la sombra de corpulentos árboles agitados por deliciosa y suave brisa. Una vez allí, le pusieron en un lecho de plumas; atáronle con ligaduras de seda, y le dejaron solo. Entonces hicieron que se acercase a el una cortesana, vestida muy rica y provocativamente. Y comenzó a incitarle al mal con toda la impudencia y las provocaciones que la pasión puede inspirar. Aquel pobre joven, que hubiera dado mil veces su vida antes que manchar la pureza de su hermosa alma, hallabase sin defensa, pues estaba atado de pies y manos. No sabiendo cómo resistir a los ataques de la voluptuosidad, impulsado por el espíritu de Dios, cortóse la lengua con los dientes y la escupió al rostro de aquella mujer; lo cual causó a esta tanta confusión, que la obligó a huir. Este hecho nos muestra cómo nunca permitirá Dios que seamos tentados más allá de nuestras fuerzas.
Ved también a San Martiniano, que vivió en el siglo IV (Ribadeneyra, 13 febrero). Después de haber morado veinticinco años en el desierto, vióse expuesto a una ocasión muy próxima de pecar. Habia ya consentido de pensamiento y de palabra. Mas Dios le tocó el corazón y acudió en su auxilio. Concibió entonces un tan hondo pesar del pecado que iba a cometer, que, entrando en seguida en su celda, encendió fuego, y puso en el sus pies. El dolor que experimentaba y el remordimiento del pecado hacíanle exhalar horribles gritos. Zoe, la mujer malvada, que había ido allí a tentarle, al oír los gritos corrió para ver lo que sucedía; y quedó tan conmovida ante aquel espectáculo, que, lejos de pervertir al santo, ella se convirtió. Y pasó el resto de su vida en las lágrimas y en la penitencia. En cuanto a San Martiniano, permaneció siete meses echado en el suelo sin poder moverse, a causa de las heridas de sus pies. Una vez curado, retiróse a otro desierto, donde lloró, pensando en el peligro que corriera de perder su alma. Aquí veis lo que hacían los santos; aquí veis los tormentos a que se sometieron antes que perder la pureza de su alma tal vez eso os extrañe; más lo que debería extrañaros es la poca estima en que tenéis tan hermosa virtud. ¡Ay!, ¡tan deplorable desden proviene de no conocer su verdadero valor!
Digo, finalmente, que debemos profesar una ferviente devoción a la Santísima Virgen, si queremos conservar esta hermosa virtud; de lo cual no nos ha de caber duda alguna, si consideramos que ella es la reina, el modelo y la patrona de las vírgenes.

San Ambrosio llama a la Santísima Virgen señora de la castidad; San Epifanio la llama princesa de la castidad, y San Gregorio, reina de la castidad.

Oíd un ejemplo que nos pone de manifiesto cuanto protege la Santísima Virgen la castidad de los que en ella confían, hasta el punto de que no sabe denegarles nada de cuanto le piden. Un caballero muy devoto de la Santísima Virgen había construido una capilla en su honor, en una de las dependencias del castillo que habitaba. Nadie conocía la existencia de dicha capilla. Todas las noches, después del primer sueño, sin decir nada a su mujer, levantabase y dirigiase a la capilla de la Virgen, para pasar allí lo restante de la noche. Su mujer estaba muy apesadumbrada del proceder del marido, pues creía ella que salía de noche para entrevistarse con mujeres de mala vida. Cierto día, la esposa no pudo soportar ya por más tiempo aquel secreto sufrimiento, y dijo a su marido que muy bien se vela que tenia otra mujer preferida. El marido, pensando en la Santísima Virgen, le contesto afirmativamente. Esta respuesta hirió vivamente los sentimientos de aquella mujer, y viendo que su marido no cambiaba de conducta, en un arrebato de pesar, se suicido clavándose un puñal en el pecho. Al volver de la capilla el marido, hallo al cadáver de su mujer bañado en sangre. Afligido en extremo ante aquel espectáculo, cerro con llave la puerta de su cuanto, y se dirigió de nuevo a la capilla de la Virgen, y allí, desconsolado y lloroso, prosternose ante aquella santa imagen, exclamando: «Ya veis, oh Santísima Virgen, que mí esposa se ha suicidado porque venia yo por la noche a permanecer en vuestra compañía. Ya veis que mi mujer está condenada; ¿la dejareis ardiendo en las llamas, cuando se ha suicidado desesperada a causa de mi devoción para con Vos? Virgen Santa, refugio de los afligidos, servios devolverle la vida; mostrar cuanto os place hacer bien a todos. No saldré yo de aquí pasta que me hayáis alcanzado esta gracia de vuestro divino Hijo».

Mientras se hallaba abstraído en sus lágrimas y oraciones, una criada le estaba buscando y llamándole, diciendo que la señora preguntaba por el.

Y el caballero le dijo: «¿ Estas segura de que es ella quien me llama? »

- «Escuchad su voz», dijo la criada. La alegría del caballero fue tan grande, que no acertaba a separarse de la compañía de la Virgen. Por fin levantose, llorando de alegría y de gratitud, y hallo a su mujer en plena salud. De sus heridas solo le quedaban las cicatrices, para que nunca olvidase tan gran milagro obrado por la protección de la Santísima Virgen. Al ver entrar a su marido, abrazole diciendo: «¡Amado mío!, te estoy altamente agradecida por lo caridad en rogar por mi». Quedo tan agradecida por aquel prodigioso favor, que paso el resto de su vida en lágrimas y penitencia; no podía nunca relatar la gracia que la Virgen había alcanzado de su divino Hijo, sin llorar a lagrima viva, y no tenia otro deseo sino manifestar a todos cuan poderosa es la Santísima Virgen para socorrer a los que en ella confían.

¿Podremos abrigar duda alguna de que nunca dejara de concedernos cuantas gracias le pidamos, a nosotros que estamos aun en la tierra, lugar propicio para la misericordia del Hijo y para la compasión de la Madre? Siempre que tengamos que pedir una gracia a Dios, dirijámonos a la Virgen Santa, y con seguridad seremos escuchados. ¿ Queremos salir del pecado?, acudamos a Maria; Ella nos tomara de la mano y nos conducirá a la presencia de su divino Hijo para recibir de Él el perdón. ¿Queremos perseverar en el bien ?, dirijámonos a la Madre de Dios; Ella nos cobijara bajo su manto protector, y contra nosotros nada podrá el infierno. ¿Queréis de ello una prueba? Vedla aquí: leemos en la vida de Santa Justina (Ribadeneyra, 26 septiembre.) que cierto joven sintió par ella vehemente amor; y viendo que nada podía obtener con sus solicitaciones, acudió a un sujeto llamado Cipriano, el cual tenia tratos con el demonio. Prometiole una cantidad de dinero para el caso de que lograse hacer que Justina consintiese en lo que el deseaba. Al momento la joven se sintió fuertemente tentada contra la pureza; más ella acudió en seguida a la protección de la Virgen, y con ello lograba siempre ahuyentar al demonio. El joven aquel pregunto a Cipriano por que no podía ganar a la doncella, y éste a su vez se dirigió al demonio y le echo en cara su escaso poder en aquel caso, cuando en otros parecidos había siempre satisfecho sus designios.

- El demonio le contesto: «Es verdad, pero ello es porque la joven acude a la Madre de Dios, y, en cuanto comienza a orar, pierdo todas mis fuerzas y no puedo ya nada».

Admirado Cipriano, al ver que quien recurre a la Santísima Virgen resulta tan terrible al mismo infierno, se convirtió y murió santo y mártir.

Terminare diciendo que, si queremos conservar la pureza de alma y cuerpo, debemos mortificar la imaginación; nunca hemos de permitir que nuestro espíritu divague pensando en aquellos objetos que nos llevan al mal, y poner también mucho cuidado en no ser para los demás ocasión de pecado, ya con nuestras palabras, ya con la manera de vestirnos : esto principalmente por lo que. pace a las personas del sexo femenino. Si nos ocurre hallarnos ante una mujer indecentemente vestida, debemos apartar en seguida nuestra vista, y no pacer como aquellos desgraciados que con mirada impúdica fijan en ella sus ojos tanto tiempo cuanto le place al demonio. Hemos de mortificar nuestros oídos nunca debemos oír con gusto palabras ni canciones inmundas. Dios mío, ¿como se explica que tantos padres y madres, tantos amos y señoras, en las veladas de invierno, en los trabajos, oigan sin protesta las más infames canciones, vean cometer actos que escandalizarían a los paganos, sin que se resuelvan a impedirlos, bajo el pretexto de que son bagatelas? ¡Ah, desgraciados cuántos pecados habrán cometido por vuestra culpa vuestros hijos y servidores!

«Bienaventurados, nos dice Jesucristo, los que tienen puro su corazón, pues ellos verán a Dios. » ¡Cuán dichosos los que tienen la fortuna de poseer esta hermosa virtud! ¿ No son ellos los amigos de Dios, los preferidos de los ángeles, los hijos mimados de la Santísima Virgen ? Pidamos frecuentemente a Dios, por intercesión de nuestra Santísima Madre, que nos de un alma y un corazón puros y un cuerpo casto; y así tendremos la dicha de agradar a Dios en esta vida, y poder glorificarle durante la eternidad: lo cual a todos deseo.

1 comentarios:

Preciosa homilía.

 

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